-Levante
la mano el que sepa que es ser autista-Así, interpelo Pedro a sus compañeros el
último día de la asamblea clínica, inaugurando su primer día en la práctica de
la parresia, práctica que le permitió empezar a simbolizar su basto mundo
interno, en un lugar donde el entramado de ternura
amortiguaba la implosión de su silencio eterno…eterno hasta hoy.
Decidí
comenzar con las “Asambleas Clínicas” después de dos largos meses de asumir un
cargo de “consejera estudiantil” en un secundario. Soy profesora de Danza, fiel
a mi dispuesto decir “sí” acepte convencida de que tenía “todo para dar”. Resultó
que la problemática supero “todo” eso que tenía para dar reduciéndolo a la nada
misma. Parecía que nada de todo el capital con el que contaba alcanzaba para el
espectro de situaciones que confluyen en la escuela pública, que representa lo más
duro de toda Institución. Rígida, inflexible y resignada. Los ojos ciegos a “lo
justicia”. Es mejor no ver, no visibilizar todo lo que sucede en este lugar,
porque además implicaría opacar todo lo que sucede a nivel individual y
subjetivo. Mejor abonar la lucha personal, quizás esa sí alcance el estertor
fugaz pero contundente de lo mediático.
Esta
escuela, la 152, se me figura la imagen más fidedigna de la sociedad. Aquí
encontramos la fauna mortecina, jóvenes sin vocación que interpretan “el rol”
del docente, rol que en su piel deviene en salida laboral. Sin aspiraciones,
con la cabeza agachada y los ceños fruncidos. Ausente la mirada que comprende
lo que ve cuando se presenta el alumnado. También señoras hastiadas, nerviosas,
frustradas, apagadas, cobardes, alienadas…si las ves de frente salís corriendo sin
dudarlo. Estos cuerpos sin alma no creen en nada, aspiran a no registrar lo que
“sienten”. Afiladas en la línea del “hacer” sin reflexión, sin esperanzas, abandonaron
la convicción de que Al mundo “lo podemos cambiar”. Una rebelión perdida en el
último Smartphone.
Asistí
a esta encerrona de casualidad, asistí y encontré todo tipo de desencuentros.
Chicos agresivos que defienden su delimitada y circunscripta individualidad con
la furia impávida de sus auriculares. La necesidad imperante de reforzar el
espacio individual para alejar al otro, el otro que es un foráneo, un
extranjero del que pueden y deben prescindir.
Las
Asambleas formaron parte de mi formación, asistir a la academia de arte tiene
(en ocasiones) algunas bellezas. Al encontrarme en el diálogo individual con
los jóvenes pude percibir rápidamente lo ineficaz de abordarlos sin un
dispositivo que contenga toda la carencia que alardean sus lugares de
pertenencia. Las quejas llevaban siempre
al mismo lugar, a los padres. Parece que no había padres “suficientemente
buenos” tamizando las demandas, eso sería, que simplemente pudieran escuchar.
Drogas,
alcohol, la revolución sexual, y además, la integración. Aquella que permite
que los chicos con “capacidades diferentes” se integren con estos, que como son
“normales” no es necesario explicar qué son. Todos, en tácito acuerdo, sabemos
qué contempla la “normalidad” y además “otorga” el beneficio de la
homogeneidad.
Estaba
Pedro, que hasta acá fue hablado por todos, su carta de presentación podría ser
lo que describe con exactitud el DSM-IV. Parece ser que el tema es hacer
coincidir los perfiles. Con eso alcanza, los diagnosticamos y de repente
“sabemos quiénes son”.
Las
asambleas generaron polémica, los padres se quejaron, esto no estaba en el
programa, “además los chicos llegan y no sabemos cómo contenerlos”…en la
institución generó molestia “la loquita de artes”, a mí me pareció sublime que
“no sepan cómo contenerlos” generó un movimiento, una inquietud que tal vez llevaría
a mirarse un poco más, desarrollar una herramienta, a despabilarnos como
instituciones: Familia y escuela. En mi mayor aspiración, como seres sensibles.
Invité
a los padres a la última asamblea, les conté que se trataba de generar un
espacio de ternura donde pueden
pararse y expresar “libremente” lo que deseen. Conectarse con el deseo, el gran
desafío.
Se
paró Mariana, la mamá de Pedro.
-Yo
soy la mamá de un chico autista, hasta acá he sufrido mucho por mi hijo. Pero
me gustaría que me expliquen por qué los psicólogos siempre nos “pegan” a las
madres. ¡Con lo que duele el sufrimiento de un hijo!
“La
mama de un chico autista” se quedó parada esperando una respuesta que no llego.
Suspendida en su reclamo, diluyendo la subjetividad de Pedro de tras de un
violento “mi hijo”.
Al
sentarse se paró Pedro. ¿Pedro? Sí Pedro, “el autista”…
-Levante
la mano el que sepa que es ser autista. Yo escucho, yo siento, yo soy mucho más
que lo que todos dicen que soy. Y estas prácticas me hacen muy feliz…
Nunca
pude abonar a la neutralidad. Pedro se sentó y lloré en silencio mientras todos
se pararon a aplaudirlo.
Desde
hoy y para siempre, él es, simplemente Pedro, él que toma la palabra.
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